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La importancia del entorno social en la educación

Hace más o menos tres lustros comencé a oír lo de: «no suspenda a nuestro hijo que nos fastidia el verano»; y pronto se convirtió en un ruego habitual



Hace algunas semanas, en un magnífico artículo publicado en estas mismas páginas, Luis E. Íñigo aludía a la escasa implicación de muchos padres en el proceso educativo. Ciertamente, cada vez es más complicado lidiar con los progenitores, que suelen proteger a sus hijos a costa de la verdad y del sentido común. Por eso menudean los profesores que tienen como máxima tratar lo menos posible con todo aquel que no sea su alumno, y ello aunque conlleve la toma de decisiones poco o nada afortunadas.
Sea en la escuela pública o en la privada, crece la sensación de que los alumnos, y sus padres, son más clientes que otra cosa. De ahí que todo el mundo se sienta legitimado para exigir cualquier cosa a los profesores, aunque atente contra la libertad de cátedra o, repito, el más esencial sentido común. De ahí a considerar al docente como principal responsable de los males que afectan a los niños solo hay un pequeño paso.
Pero, ¿hasta qué punto esta injerencia de los padres amantísimos —a su vez rehenes de sus propios hijos— no es tan solo la punta del iceberg de la enfermedad social que afecta a todo el edificio educativo? El asunto de la buena educación no se limita solo a las leyes, los políticos, los colegios y los profesores, sino que afecta a la sociedad en su conjunto, aún más si tenemos en cuenta que nos constituimos, quizás presuntamente, como un sistema democrático.
En ese sentido hay que comenzar reflexionando sobre qué buscamos con la educación: ¿buenas notas?, ¿ciudadanos prudentes?, ¿personas cultivadas?, ¿desarrollo del espíritu crítico?, ¿imponer nuestros principios ideológicos?, ¿evitar pejigueras molestias?, ¿meter a los niños en un local protegido durante varios meses?, ¿mantener el postureo que nos permita equipararnos a los países de nuestro entorno?
Hace más o menos tres lustros comencé a oír lo de: «no suspenda a nuestro hijo que nos fastidia el verano»; y pronto se convirtió en un ruego habitual. Poco después se eliminaron los exámenes de septiembre —muerto el perro…—, y desde ya hace unas cuantas leyes y sus correspondientes puestas en práctica lo de repetir es bastante complicado, salvo en unas cuantas zonas donde lo auténticamente preocupante y llamativo son las cifras de fracaso escolar —lo que llevaría a examinar si realmente tenemos un sistema equitativo—. Aún más, en muchos centros, públicos y privados, por sistema se mira sospechosamente al profesor que suspende a muchos alumnos.
Por otro lado, ¿qué se mide en las escuelas, el aprendizaje o las notas? O, dicho de otra manera, ¿nos importa más que el alumno adquiera una serie de conocimientos y habilidades que le permitan ser un ciudadano responsable, discreto y capaz de discriminar lo cierto de lo inventado o que saque unas notas estupendas que nos permitan fardar ante los vecinos del quinto o los colegios del municipio de al lado?
Y, en el mismo sentido o con un ligero matiz, ¿queremos que nuestros estudiantes aprendan a sumar y multiplicar sin calculadora, leer textos complejos y pensar autónomamente o pretendemos que se preparen para trabajar de ingenieros, abogados o funcionarios de carrera?
A mi entender, estas preguntas son clave, y mucho me temo que las respuestas son bastante obvias. Pocas veces nadie me comenta estar orgulloso por lo mucho que le ha costado a su hijo sacar notable en química, pero sí escucho numerosos parabienes porque ha sacado un 10 en lengua. Muy pocos padres vienen a agradecerme lo que he aportado a su hijo pero bastantes me dan las gracias por haberle puesto una buena nota, de la misma manera que se quejan si uno ha calificado por debajo de sus expectativas pero muy rara vez se disculpan por algún error o malentendido.
Por otro lado, en cualquier ámbito educativo cada vez se escucha más que las empresas buscan este perfil o aquel cuando se quiere argumentar a favor de este o aquel sistema educativo. Y los colegios se promocionan a partir de sus mejores cifras —habitualmente manipuladas, cosa sencillísima— y nunca mediante sus muestras de sensatez y severidad evaluadora.
Para finalizar, hay que recordar que en el fondo de todo el asunto subyace la falta de rigor y excelencia en el conjunto del edificio educativo. Porque, a la postre, preferir un 10 sencillo a un 6 trabajado muestra el desprecio, de facto que no de boquilla, hacia la cultura del esfuerzo. Y, en mi opinión, esto responde a la desidia social, al desprecio real por la buena educación, aquella que se basa en el trabajo, la superación, la exigencia y la colaboración de todas las partes implicadas.
Autor:Cogniciòn Fuente:https://sarrauteducacion.com/2025/07/18/la-importancia-del-entorno-social-en-la-educacion/